domingo, 1 de agosto de 2010

¿Cómo salir de Afganistán?


Por Richard N. Haass

El Presidente de los republicanos, Michael Steele, fue atacado recientemente por colegas de partido por describir a Afganistán como “una guerra que eligió Obama” y sugerir que Washington fracasaría allí como lo hicieron otras potencias extranjeras. Algunos críticos reprendieron a Steele por su pesimismo, otros por tener mal sus datos, dado que fue el presidente George W. Bush quien ordenó la invasión a Afganistán, poco después de los atentados terroristas del 11/09/2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Pero los críticos de Steele son los que están equivocados: el líder republicano está en lo cierto con lo esencial de su comentario.

La guerra que hoy está haciendo Estados Unidos en Afganistán es diferente y más ambiciosa que cualquier cosa efectuada por la Administración de Bush. Afganistán sí es en gran medida una guerra escogida por Obama, un punto que el presidente enfatizó recientemente al elegir al general David Petraeus para que dirija un esfuerzo contrainsurgente intensificado allí. Sin embargo, después de casi nueve años de guerra, la participación continua o aumentada de Estados Unidos en Afganistán no tiene muchas probabilidades de dar mejoras duraderas que de alguna forma sean proporcionales a la inversión de sangre y dinero estadounidenses. Es hora de reducir nuestras ambiciones allí, también disminuir y redirigir lo que hacemos.

Lo primero que hay que reconocer es que entablar este tipo de guerra es, de hecho, una elección, no una necesidad. Estados Unidos inició la guerra en octubre de 2001 para derrocar al Gobierno talibán, el cual había permitido que Al Qaeda operase libremente fuera de Afganistán y que preparase los ataques del 11/9. Los talibanes fueron derrotados; miembros de Al Qaeda fueron capturados o asesinados, o escaparon a Pakistán. Pero esa fue una guerra muy diferente, una necesaria que se realizó por autodefensa. Era esencial que Afganistán no continuase siendo un santuario para terroristas que podrían atacar de nuevo a Estados Unidos o sus intereses alrededor del mundo.

La Administración de Bush fue menos clara en cuanto a qué hacer después. Como trabajaba en el Departamento de Estado por entonces, fui designado por Bush como coordinador del Gobierno de Estados Unidos para el futuro de Afganistán. En una reunión del Consejo de Seguridad Nacional presidida por el mandatario, en octubre de 2001, fui yo quien argumentó que una vez que los talibanes fuesen removidos del poder, habría una oportunidad de corto plazo para ayudar a establecer un Estado afgano débil pero funcional. En ésa y en reuniones subsecuentes presioné por una presencia militar estadounidense de alrededor de 30.000 soldados (con una cantidad igual provista por otros países de la OTAN) para que fuesen parte de una fuerza internacional que ayudase a mantener el orden después de la invasión y capacitar a los afganos hasta que fueran capaces de protegerse ellos mismos.

Mis colegas no tuvieron interés en mi propuesta. El consenso era que se podía lograr poco en Afganistán dada su historia, cultura y composición, y que habría poca recompensa, incluso si las cosas salían mejor de lo esperado. No tenían el apetito para construir la nación en el terreno. El contraste con la política subsecuente para Irak, en la que los funcionarios fueron preparados para hacer mucho, pues esperaban crear un modelo potencial de cambio para Oriente Medio, difícilmente podría ser más marcado.

Como resultado, Estados Unidos decidió no seguir su derrocamiento de los talibanes con algo ambicioso. El número de soldados norteamericanos sí llegó a un máximo cercano a 30.000, pero la mayoría de estos sólo cazó a un puñado de los miembros de Al Qaeda que quedaban. Estados Unidos nunca se unió a la fuerza internacional enviada para estabilizar Afganistán y, de hecho, limitó su tamaño y participación.

Para cuando Obama asumió la presidencia, la situación dentro de Afganistán se deterioraba rápidamente. El Talibán volvía a afianzarse. Había preocupación en Washington de que si se los dejaba sin control, pronto podrían amenazar la existencia del Gobierno elegido en Kabul, encabezado por Hamid Karzai. Las tendencias se juzgaban tan malas, que el presidente envió a 17.000 soldados de combate estadounidenses para Afganistán incluso antes de que se hubiera terminado la primera revisión que ordenó.

Desde entonces, Obama ha tenido varias oportunidades de reexaminar las metas e intereses de Estados Unidos en Afganistán, y en cada caso ha elegido aumentar la presencia. Tras completarse esa primera revisión, en marzo de 2009, declaró que la misión de Estados Unidos a partir de entonces sería “desbaratar, desmantelar y derrotar a Al Qaeda en Pakistán y Afganistán, y evitar su regreso a cualquiera de esos países en el futuro”; pero en realidad el objetivo de Estados Unidos fue más allá de enfrentarse a Al Qaeda: el presidente anunció en esos mismos comentarios que enviarían tropas adicionales para “asumir la lucha contra los talibanes en el sur y el este, y darnos una mayor capacidad para asociarnos con las fuerzas de seguridad afganas y perseguir a los insurgentes a través de la frontera”. En pocas palabras, el regreso talibán fue equiparado con una vuelta de Al Qaeda, y Estado Unidos se volvió un protagonista total de una guerra civil afgana, apoyando a un Gobierno central débil y corrupto contra el Talibán. Otros 4.000 efectivos militares fueron enviados, esta vez para entrenar a soldados afganos.

Sólo cinco meses después, se inició una segunda y más extensa revisión de la política. Obama otra vez describió las metas de Estados Unidos en términos de negarle a Al Qaeda un refugio en Afganistán, pero nuevamente comprometió a Estados Unidos a mucho más: “Debemos revertir la inercia del Talibán y negarle la capacidad para derrocar al gobierno. Ydebemos fortalecer la capacidad de las fuerzas de seguridad afganas y del gobierno para que puedan asumir la responsabilidad de guiar el futuro de Afganistán”.

Las decisiones que siguieron a esto fueron igual de contradictorias. Por una parte, se prometieron otros 30.000 soldados, tanto para advertir a los talibanes como para reasegurar al gobierno tambaleante en Kabul. Pero el presidente también prometió: “Nuestras tropas empezarán a regresar a casa” para el verano de 2011, para que hacer que ese mismo gobierno se ponga las pilas, así como aplacar el sentimiento antibélico en casa.

Hoy, la estrategia de contrainsurgencia que exigió todos esos soldados es claro que no funciona. La elección, en agosto de 2009, que le dio a Karzai un segundo período como presidente estuvo manchada por un fraude omnipresente y lo dejó con menos legitimidad que antes. Mientras el aumento de fuerzas de Estados Unidos ha replegado al Talibán en ciertos distritos, el gobierno de Karzai ha sido incapaz de llenar el vacío con un gobierno efectivo y fuerzas de seguridad que pudieran evitar el regreso talibán. Hasta ahora, la administración de Obama está apegándose a su estrategia; de hecho, el presidente ha hecho lo posible para enfatizar esto cuando acudió a Petraeus para reemplazar al general Stanley McChrystal en Kabul. No hay probabilidad de de un cambio de curso por lo menos hasta dieciembre, cuando el presidente se encuentre enredado en otra revisión de su política afgana.

Ésta será la tercera oportunidad de Obama de decidir qué tipo de guerra quiere entablar en Afganistán, y tendrá varias opciones de donde elegir, incluso si ninguna de ellas es muy prometedora. La primera es mantener el curso: pasar el próximo año atacando al Talibán y entrenando al Ejército y la policía afganos, y empezar a reducir el número de tropas de Estados Unidos y su participación a un mínimo.

No obstante, este enfoque es tremendamente caro y con muy pocas probabilidades de éxito. El gobierno afgano da pocas señales de estar preparado para una administración clara o seguridad efectiva a nivel local. Mientras un pequeño número del Talibán podría elegir “reintegrarse” —o sea, optar por dejar de luchar—, la gran mayoría no lo hará. Y ¿Por qué debería hacerlo? El Talibán es resistente y goza de refugio en el vecino Pakistán, cuyo Gobierno tiende a ver a los combatientes como un instrumento para influir en el futuro de Afganistán (algo que a Pakistán le importa mucho, dado su miedo a designios hindúes allí).

Los costos económicos de que Estados Unidos se apegue a la política actual son cercanos a US$ 100.000 millones por año, un precio desmedido a pagar cuando la presión por recortar el gasto federal se agudiza. El precio militar también es grande, no sólo en vidas y materiales, sino, además, en la distracción en un momento en que Estados Unidos podría enfrentar crisis con Irán y Corea del Norte. Y los costos políticos locales serán considerables si el presidente fuera visto como alguién que sigue el espíritu y no el contenido en su compromiso de regresar a casa las tropas el próximo año.

En el otro extremo del espectro político estaría una decisión de salir de Afganistán, completar lo antes posible una retirada militar de Estados Unidos. Hacerlo es casi seguro que resulte en el colapso del gobierno de Karzai y el Talibán apoderándose de mucho del país. Afganistán podría volverse otro Líbano, donde el conflicto civil se mezcla con una guerra regional que involucra a múltiples Estados vecinos. Tal resultado propiciado por una retirada militar de Estados Unidos sería visto como un importante revés estratégico para la Casa Blanca en su lucha global con los terroristas. También sería un desastre para la OTAN en el que, de muchas maneras, es su primer intento de ser una organización de seguridad global.

Sin embargo, hay otras opciones. Una es la reconciliación, una palabra dominguera para negociar un cese del fuego con los líderes talibanes dispuestos a dejar de luchar a cambio de la oportunidad de unirse al gobierno de Afganistán. No obstante, es imposible confiar en que muchos líderes rebeldes estén preparados para la reconciliación: podrían decidir que el tiempo está de su lado si sólo esperan y combaten. Tampoco es probable que los términos que aceptarían sean, a su vez, consentidos por muchos afganos, quienes recuerdan demasiado bien cómo era vivir bajo el yugo talibán. Un Gobierno de unidad nacional es una idea disparatada.

Publicado en la revista Newsweek de julio 2010. Al rato una segunda parte.

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