Hace una semanas el suplemento dominical de
El País publicó un reportaje sobre el ambiente y los pensamientos que rodean a un terrorista. Scott Atran, un prestigioso antropólogo del Centro Nacional de Investigación Científica de París, realiza un minucioso estudio que defiende sorprendentes hallazgos sobre las razones por las que mueren y matan. El texto titulado
"En la mente del terrorista" es obra de Luis Miguel Ariza. He aquí un fragmento.
En la mente del terrorista
Nabeel Masood era un muchacho tímido y amable de 18 años, según el vecindario, que vivía en el campo de refugiados de Jabaliyah, en Gaza. A pesar de la muerte de dos de sus primos, militantes de Hamás, no se le recordaba una sola queja clamando venganza. El 14 de marzo de 2004, a las cinco de la tarde, Nabeel dio un paseo por el puerto de la ciudad israelí de Ashdod con un amigo y se inmoló al lado de una caseta donde estaban sentados algunos trabajadores. Segundos después, su compañero explotó cerca de un tráiler, cuyo techo saltó por los aires. Diez personas murieron al instante.
Las investigaciones posteriores descubrieron que Nabeel y Mahmoud Salem habían sido reclutados por Hamás para cometer una masacre mucho mayor que finalmente no ocurrió. Debían inmolarse cerca de unos enormes tanques de bromo. Los gases venenosos se habrían extendido en un radio de un kilómetro y medio, matando a miles de personas en minutos. La respuesta israelí fue fulminante. Poco más de dos semanas después, un misil acabó con el fundador espiritual de Hamás, Sheikh Ahmed Yassin.
En otoño de ese año, Scott Atran, un antropólogo del Centro Nacional de Investigación Científica en París, visitó la casa de los padres de Nabeel, en un segundo piso de un callejón en Jabaliyah. Se habían llevado todas las pertenencias de su antigua casa, destruida de acuerdo con la política de Israel. Pero al traspasar la puerta, Atran encontró a la madre leyendo una carta escrita en inglés y ahogando algunos sollozos. Su remitente era el director del colegio de Nabeel. Se refería a los progresos de su hijo en inglés en el grado 11, donde había aprobado todos los exámenes con éxito, en estos términos: “… Su hijo era el primero de la clase. No solo se diferenciaba por estudiar duro, por compartir y ser cariñoso, sino por su buena moral y amabilidad”. Agradecía de corazón a todos aquellos que habían contribuido a forjar el carácter de un chico –al que llamaba “mártir”– que había ganado una beca para estudiar en el Reino Unido, de la cual se enorgullecía.
Atran preguntó al padre si la muerte de su hijo había contribuido a mejorar la vida de los palestinos. “No. Esto no nos ha hecho avanzar ni un paso”. ¿Se sentía orgulloso, después de todo? El hombre le enseñó un panfleto impreso por la brigada de los Mártires de Al Aqsa donde aparecía una imagen de su hijo –cejas y tez oscura, un ligero vello encima de los labios, un joven palestino como cualquier otro– y le apretó las manos junto con el papel. Podía quemarlo si era su deseo. “Mi hijo amaba la vida. ¿Vale esto un hijo?”. Confesó que habría hecho todo lo posible para detenerle de averiguar sus intenciones.
La cobertura periodística internacional de los atentados suicidas llevados a cabo por palestinos suele centrarse más en los perpetradores que en las víctimas civiles. Pero después de conocer la historia de Nabeel resulta sobrecogedor contemplar las fotos de sus víctimas en una pantalla de ordenador y echar un vistazo a sus vidas. Mazal Marciano era una joven atractiva y sonriente de 30 años, ojos negros y pelo castaño, volcada con sus hijos de dos y cinco años, que había sido una reina de la belleza en su clase y que trabajaba en una compañía cárnica en el puerto de Ashdod. Aquel día tuvo la fatalidad de sentarse justo detrás de donde Nabeel o su compañero se inmolaron. La pregunta es casi un puñetazo: ¿qué impulsó a un joven educado y brillante, cuyo esfuerzo le había abierto una puerta para estudiar en el extranjero y salir de un hogar sin oportunidades ni futuro, a realizar un acto tan horrible?
“Mi hijo no solo murió por el bien de una causa, él murió también por sus primos y amigos. Murió por la gente que amaba”, respondió su padre. En una sola frase sintetiza la motivación que impulsó a Atran a escribir su último libro, Hablando con el enemigo (en inglés, Talking with the enemy, HarperCollins), que saldrá a la luz este noviembre en Estados Unidos, y que investiga los mecanismos que operan en la mente de un terrorista suicida.
Su trabajo va a contracorriente respecto a la tesis más convencional mantenida por las fuerzas antiterroristas y expertos gubernamentales desde los atentados de las Torres Gemelas. El terrorismo suicida que probablemente ha venido después no nace gracias a una estructura que recluta comandos y lava el cerebro a sus miembros para que se inmolen por una causa común. En cada caso no hay siniestros titiriteros en la trastienda que manejan los hilos de sus títeres sin cabeza para que cometan actos horribles. No hay una razón, ni un plan maestro, ni una mano en la sombra que señala un objetivo y ordena esta y otra masacre.
Juan Carlos Zárate, experto del Centro Internacional de Estudios Estratégicos, trabajó en el Consejo de Seguridad Nacional para asesorar al presidente Bush entre 2005 y 2009. Según relata a través de correo electrónico, el trabajo de Atran es “una investigación de primera. Nos muestra que la radicalización y violencia no pueden entenderse sin comprender primero el ambiente local, las condiciones y las experiencias que motivan a los terroristas. Erosiona algunos clichés rígidos y banales sobre la mentalidad monolítica, las motivaciones y el trasfondo de los terroristas”.
Como antropólogo, Atran ha realizado extensas entrevistas con terroristas que o bien estaban en prisión o en el pasado estuvieron involucrados en atentados o relacionados con líderes de diversas organizaciones en Palestina o en Asia que han proclamado la yihad –la guerra santa–, llevándola hasta las últimas consecuencias. “Los terroristas suicidas”, explica Atran en conversación telefónica, “dejan a un lado sus propias ambiciones personales en favor de la familia y sobre todo de sus amigos. Hay un proceso de formación de lazos duraderos entre ellos, hasta tal punto de que se sacrifican unos por otros, explotando un mecanismo psicológico en favor de una ideología, que es similar al mecanismo por el cual nosotros somos capaces de sacrificar nuestras vidas por nuestros hijos o hermanos, algo impreso en nuestros genes”.
En su obra, Atran describe una reunión que mantuvo en la Casa Blanca con los asesores de seguridad del entonces vicepresidente Dick Cheney y en la que expuso el caso de Nabeel. Preguntó a los norteamericanos qué habría ocurrido si a su compañero Salem, que le ayudó a perpetrar el ataque, se le hubiera ofrecido una beca para estudiar juntos en el extranjero. Evoca en sus páginas la voz autoritaria y orgullosa de una mujer joven del personal de seguridad de Cheney. “¿Es que esos chicos no se dan cuenta de que las decisiones que toman lo hacen bajo su responsabilidad, y que si utilizan la violencia contra nosotros, les bombardearemos?”. A lo que Atran respondió: “¿Bombardear? ¿A quién?”. Si los terroristas proceden de Marruecos, Madrid o Londres, reflexiona, “¿es allí donde habría que echar las bombas?”.
No hay rostros que señalar. La identidad personal no sirve de mucho. Es algo difuso. “Ese es el principal problema de la mayoría de las fuerzas de seguridad y de los Gobiernos”, explica este antropólogo. “La mayoría de los análisis no sirven de nada, ya que la gente solo se fija en el individuo que comete el acto criminal, lo que lleva a un callejón sin salida”. Estos análisis descartan a menudo las relaciones sociales del terrorista. “La persona que comete el acto es simplemente el resultado de un proceso aleatorio, de quien en particular está en el lugar y en el momento, y qué lugar ocupa en la red en ese tiempo”.
En este escenario, los futuros terroristas llegan a formar una familia. Esta red puede galvanizarse y obsesionarse con un objetivo. Una vez cumplido, sus integrantes mueren y la red se evapora. Recuerda en cierto sentido a nubes de langostas que comienzan con la agregación de varios individuos en solitario hasta formar un enjambre. En ellos se opera una metamorfosis y un cambio profundo de comportamiento. El enjambre causa un gran destrozo y luego se dispersa con el tiempo. Después de varios años de entrevistas en diversas partes del mundo, las conclusiones de Atran desafían la percepción occidental que tenemos sobre terrorismo. “No hay células, no hay lavados de cerebro, no hay organizaciones rígidas”.
Sus hallazgos han recibido elogios de pensadores como Noam Chomsky. “Su obra es un compendio excelente, y creo que muestra de una manera convincente que los terroristas mueren y matan por cada uno de ellos, de la misma manera que los soldados mueren típicamente en una batalla”, asegura Chomsky a El País Semanal en un correo electrónico. “Pero no creo que eso signifique que no luchen por una causa. Al Qaeda elige como objetivos España o Estados Unidos, no Japón o Brasil”. Para Chomsky, no se podrá entender “la mente de un terrorista” sin comprender las motivaciones que le llevan a cometer esos actos. La política es clave. “Los terroristas dirigen sus ataques a lo que ellos consideran la fuente de sus agravios”. Chomsky cita al presidente Eisenhower cuando, en 1958, preguntó a su personal por qué en aquellos momentos existía “una campaña de odio contra nosotros en el mundo árabe que no procedía de los Gobiernos, sino de entre la gente”. El Consejo de Seguridad Nacional elaboró un informe con la respuesta, explicando que había una percepción en el mundo árabe de que Estados Unidos estaba ayudando a regímenes totalitarios y opresores y que bloqueaba cualquier cambio democrático. La percepción que tenía la gente era “básicamente cierta”, concluía el informe, y las políticas, las correctas.
Chomsky detalla la encuesta que hizo el diario The Wall Street Journal después de los ataques de las Torres Gemelas en Nueva York dirigida a musulmanes con un alto poder adquisitivo, como directivos de multinacionales, banqueros, abogados que estaban en proyectos de globalización de Occidente. Los resultados fueron los mismos, señala, excepto que estos musulmanes acomodados añadieron a la lista de agravios “el apoyo norteamericano a los crímenes de Israel y las mortíferas sanciones a Irak, que Occidente ignoró, pero no el mundo árabe y musulmán”.
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Fuente: El País.