martes, 19 de mayo de 2009

Ver sin los ojos


Por Abigail Crusher

Tus ojos se comienzan a llenar de lágrimas, tiemblas y con miedo te diriges a un mundo privado de la luz que sólo los ciegos conocen. El bastón será tu guía en esa inmensa oscuridad y Verónica la voz paliativa que te orientara.

Sabes que tu memoria es muy fugaz, y si no tienes idea de la manera en que un ciego de nacimiento fija, recuerda y combina las sensaciones del tacto, es debido a la costumbre que te han dado los ojos de ejecutar todo en tu imaginación con colores. ¿Podrás discernir entre la sensación y la presencia real de un objeto en la punta de tu dedo, por la fuerza o la debilidad de la propia sensación?

Pronto te internas en una zona húmeda con olor a hierbas verdes, chocas con algunas varas rígidas, palpas hojas lisas y suaves así como objetos rugosos del suelo. Escuchas el canto de aves y el caudal de lo que parecer ser un río. Con desconfianza cruzas un puente bamboleante que te lleva a otro lugar.

Todos ríen y comentan lo que sienten, lo que huelen, lo que tocan, mientras tú te hundes en la desesperación y la tristeza. Te apartas del grupo, del rebaño y te quedas sola entre preguntas sin respuesta ¿Cómo se forma las ideas de las figuras un ciego de nacimiento? ¿Cuantas partes exigimos de un todo para calificarlo de hermoso, cuando el ciego consigue hacerlo mediante el tacto?

“Escucha y sigue mi voz”, te dice Verónica en repetidas ocasiones, empero el miedo es cada vez más fuerte y crees no soportar más. A lo lejos se escucha el ruido de una muchedumbre, tus compañeros comentan la existencia de canastos, frutas, legumbres, pero tú sólo percibes los cortes y el penetrante olor de una col podrida, las puntiagudas y ásperas cerdas de una escobetilla y la fina textura de la piel de un pimiento.

Quieres superar este reto, aun cuando no has dicho palabra alguna y te has extraviado en la penumbra; el calor y ruido de los compañeros y el “escucha mi voz, sigue mi voz” se han alejado de ti; nadie reconoce tu grito de ayuda, ninguna persona se acuerda de ti, a nadie le importa saber si estas perdido, has dejado de existir por el simple hecho de no enunciarte.

Toca el turno de cruzar una calle, ¡Que fácil seria para los ciegos tener una voz que los condujera y les diera la orden de avanzar! La realidad es otra, es voraz, peligrosa, tú lo sabes bien. Procedes con angustia, debes poner atención a los sonidos, la infinidad de delicados matices que a nosotros se nos escapan porque no los observamos con el mismo interés que los invidentes.

Te sientes impotente y no sabes como actuar. Con la enorme posibilidad de que algún día quedes privado de la vista, tomas en serio este papel. Subes al barco e inmediatamente sientes la refrescante brisa del mar, disfrutas el meneo que produce, pero te perturba el estruendoso motor. Todos cantan para que se mueva más rápido el navío, pero tú callas, guardas silencio e imaginas que pasaría si fuera real, consideras que pocos cantarían con emoción y se preocuparían más por su bienestar.

El recorrido termina con la visita a la cafetería, un escalofrió recorre tu cuerpo, te has serenado un poco y cuestionas al ser humano, el que se caracteriza por ser alguien racional pero que no voltea a ver su prójimo, al otro, a quien quizás necesite ayuda y comprensión. Son egoístas. En esta aventura, se invirtieron los roles, dejaste tus hábitos perceptivos visuales y te encomendaste a las manos de un invidente que te orientó en ciertos momentos.

De la exposición "Diálogo en la Oscuridad" en Papalote Museo del Niño.

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