Por Abigail Crusher
Esta noche huele a corrupción. 11:00 pm y el calor de un verano retrasado enciende los ánimos. El sudor se desvanece por un torso desnudo que deambula con aires de grandeza “¡Yo mando en esta pinché colonia cabrones!”, exclama la mirada perdida de “Rambo”, adicto al cemento y al allanamiento de morada. Las reinas de la noche son unas chuladas de maíz negro, redonditas y juguetonas que transitan en su motos y no paran de lanzar piropos a cuan hombre se encuentren: “Hey tu, ya te cotizas papacito”.
La villa se transforma en una pasarela de motos nuevecitas y autos que también transitan en la Roma. Conducidas por esos hijos de la carencia; jóvenes desobligados, desempleados y sin estudios que se sustentan de la venta de droga y el secuestro. Ataviados con playeras adheridas al cuerpo, chalecos esponjados, pantalones a cuadros, lentes oscuros y peinados que desafían la gravedad: cabellos decolorados bien fijados con spray, transitan haciendo crujir a las motos.
Acompañados de un reggaeton que condensa pasiones y de tres o cuatro chicas atrás de la moto, se disipan los gritos, el calor, la música. Se hunden en un éxtasis que les hace olvidarse por segundos de sus carencias, de sus frustraciones y de sus faltas hacia con el Otro.
Para las “Oropeza”, tres veinteañeras que por las mañanas venden productos “naturistas” de Herbalife y por la noche retan cualquier mirada para llevarles el pan a sus chilpayates; la moto es más que una diversión, es el vehiculo para ganarse la vida. Con un estruendoso ruido, bajan hacia la “Cañería”, punto de distribución por kilo, apresuradas y con las manos vacías. A su regreso, la moto se llena de paquetitos forrados de papel estraza, que se repartirán esta misma noche.
Las chuladas de maíz negro las miran pasar, guardan sus comentarios. Adolescentes que seducen con pantalones entallados y escotes pronunciados que dejan al descubierto su piel tostada, continúan su relajo sentadas en el borde la banqueta. Ven el ir y venir de motos, a todos sus conductores les chiflan y lanzan piropos: ¡Con ese pajarito hasta yo canto!”
“¡Apúrate Nadia que la pipa no tarda en pasar!” Le gritan a una de las chicas, para que aliste las cubetas para recibir un poco de agua después de casi 2 semanas sin ella. Nadia, encantada de la vida sigue piropeando a los chavos, mientras sujeta a su bebé. Vive con sus padres a raíz de que su esposo fue detenido y acusado de venta de drogas. Cada domingo lo visita en el reclusorio Oriente en compañía de su hija.
El humo de un cigarro nocturno y el reggaeton, las risas burlonas y los balazos al aire, invocan el espíritu de Daniel, vecino de Nadia y amigo de las Oropeza, quien murió hace un año balaceado afuera de su casa. Tenía 18 años y acababa de salir del tutelar de menores.
Son casi las 11:30. Un típico olor a amoniaco inunda la calle. Proviene de una casa que en poco tiempo se ha convertido casi una mansión. Dentro de media hora más, una camioneta descargará varios empaques y recipientes de metal. Los dueños afirman ser químicos farmacéuticos. Algunos dicen que elaboran medicamentos. Otros afirman que preparan las anfetaminas.
Poco a poco el desmadre de los chavos se difumina, es desplazado por una necesidad. Otros permanecerán en vela. Al asomarse una pipa, los vecinos invaden los callejones y corren para “secuestrar” a los camiones repartidores con la finalidad de obtener unos litros de agua. “El agua no llega más que algunas horas en la semana, cuando llega, está muy sucia, como agua de tamarindo. Esto es el pan de cada día”, dice con resignación una anciana.
Mientras sus maridos duermen, las mujeres salen a la calle medio dormidas pero con la esperanza de obtener un poco de agua. Señoras regordetas y en pijama acosan al pipero y lo amenazan con no dejarlo ir si aún hay recipientes vacíos. A lo lejos se escuchan ráfagas de cohetes y balazos. Un sonido de silbatos cuyo origen se desconoce pues se mezcla entre los maullidos de gatos, ¿es una señal de las narcotienditas para iniciar o frenar la venta ante posible peligro? Nadie duerme.
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