A medio siglo de su independencia, Chipre sigue estando dividido entre la cultura turca y la griega, y separado por un muro, el único en pie en Europa. El mismo desánimo que destilan hoy las calles de la capital, Nicosia, parece contagiar a los habitantes de ambos lados. Acà un buen reportaje de El Paìs:
La Isla Desencajada
Cuando en abril de 2003 se abrió la frontera que partió en dos Chipre durante más de tres décadas, Mikos Patsikas, grecochipriota de 73 años, se aventuró al Norte en busca de su mejor amigo, del que nada sabía desde la división. "Caminé hacia su casa por una calle que conocía de memoria y me sorprendí. Todo estaba igual: las ventanas aún pintadas de verde, el jardín cubierto de maleza... Llamé a la puerta y, al verme, me reconoció enseguida. Nos abrazamos. Lloramos. Ahora, cada fin de semana comemos juntos en uno u otro lado. Esta guerra sin sentido nos robó la amistad".
Como él, miles de personas de ambos lados cruzaron esa frontera las primeras semanas tras la apertura, ansiosas de explorar la parte de su isla que les había sido negada. Pero tras la euforia inicial vino la decepción. A pesar de las optimistas comparaciones con la caída del muro de Berlín, este hito en la historia de Chipre no se acompañó de la voluntad política necesaria en ambos lados para enterrar el pasado. Durante años, ambas mitades aprendieron a vivir de espaldas, girándose sólo para reafirmar su inflexibilidad y acusar a la otra de los males de la isla. Como en una partida de ajedrez en la que nadie mueve ficha para no dar ventaja al adversario. Hoy, los 180 kilómetros de alambrada desde Kokkina, en el noroeste, hasta Famagusta, en el sureste de la isla, siguen separando a los grecochipriotas en el Sur y a los turcochipriotas en el Norte.
La capital del país, Nicosia (Lefkosia, en griego, en el Sur), aún ostenta el título de ser la única ciudad dividida. En su casco histórico, también partido, los soldados de ambos lados se siguen observando con tedio añejo a través de los 20 metros de tierra de nadie establecida por la ONU. Se ven fachadas de casas coloniales abandonadas y edificios derruidos con ventanas taponadas con sacos de arena. Uno camina en pleno centro y escucha sus propios pasos. El silencio es absoluto y desolador. En este paisaje moribundo, de vez en cuando asoman huellas de otro tiempo: vehículos abandonados; aquí, la pintura ajada de un Austin de 1965; allá, junto a las barricadas, un Ford Cortina cobalto. Persianas oxidadas bloquean comercios que ya no venden. Las malas hierbas van ganando terreno al cemento. En una pared desconchada, un graffiti: "Yo amo a Lefkosia".
Continua...
La Isla Desencajada
Cuando en abril de 2003 se abrió la frontera que partió en dos Chipre durante más de tres décadas, Mikos Patsikas, grecochipriota de 73 años, se aventuró al Norte en busca de su mejor amigo, del que nada sabía desde la división. "Caminé hacia su casa por una calle que conocía de memoria y me sorprendí. Todo estaba igual: las ventanas aún pintadas de verde, el jardín cubierto de maleza... Llamé a la puerta y, al verme, me reconoció enseguida. Nos abrazamos. Lloramos. Ahora, cada fin de semana comemos juntos en uno u otro lado. Esta guerra sin sentido nos robó la amistad".
Como él, miles de personas de ambos lados cruzaron esa frontera las primeras semanas tras la apertura, ansiosas de explorar la parte de su isla que les había sido negada. Pero tras la euforia inicial vino la decepción. A pesar de las optimistas comparaciones con la caída del muro de Berlín, este hito en la historia de Chipre no se acompañó de la voluntad política necesaria en ambos lados para enterrar el pasado. Durante años, ambas mitades aprendieron a vivir de espaldas, girándose sólo para reafirmar su inflexibilidad y acusar a la otra de los males de la isla. Como en una partida de ajedrez en la que nadie mueve ficha para no dar ventaja al adversario. Hoy, los 180 kilómetros de alambrada desde Kokkina, en el noroeste, hasta Famagusta, en el sureste de la isla, siguen separando a los grecochipriotas en el Sur y a los turcochipriotas en el Norte.
La capital del país, Nicosia (Lefkosia, en griego, en el Sur), aún ostenta el título de ser la única ciudad dividida. En su casco histórico, también partido, los soldados de ambos lados se siguen observando con tedio añejo a través de los 20 metros de tierra de nadie establecida por la ONU. Se ven fachadas de casas coloniales abandonadas y edificios derruidos con ventanas taponadas con sacos de arena. Uno camina en pleno centro y escucha sus propios pasos. El silencio es absoluto y desolador. En este paisaje moribundo, de vez en cuando asoman huellas de otro tiempo: vehículos abandonados; aquí, la pintura ajada de un Austin de 1965; allá, junto a las barricadas, un Ford Cortina cobalto. Persianas oxidadas bloquean comercios que ya no venden. Las malas hierbas van ganando terreno al cemento. En una pared desconchada, un graffiti: "Yo amo a Lefkosia".
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