sábado, 7 de noviembre de 2009

Odisea a los zapatos


Por Abigail Crusher

Me resulta inevitable pensar en los zapatos de los demás. Esa curiosidad morbosa se me despierta una vez que voy sentada en el suelo de un atestado vagón del metro. No lo sé, pero esa manía de observar los tipos de calzado quizás surgió en mi infancia; cuando pasaba la mayor parte del tiempo debajo de una tarima repleta de frutas en un mercado de la Merced y tras una rejilla de luz podía darme cuenta de que la gente siempre sufre por sus zapatos.

Finas botas de gamuza, botas de cuero gris cuyos tacones intimidan a cualquiera y hacen bambolear a las chicas de piernas ligeras. Zapatos de hombre deformados de la suela, opacos y a punto de remendar. Zapatos relucientes, de piel y hebillas no oxidadas. Zapatos de plataformas no vi, porque ya pasaron de moda pero si vi unas pantuflas que confundían los pies de un hombre alto con unas enormes garras de oso.

Si algo me hizo sentir un poco de dolor ajeno fue mirar unos dedos estrujados por cintillas de plástico que hacían que el pie se hinchara y dejara al descubierto los juanetes. No me atreví a mirar quien padecía dicho martirio. Pero así es esto de los zapatos, toda una calamidad de la cual no se salva nadie.

Un ejemplo son los zapatos hechos con materiales de muy mala calidad. Recuerdo que hace tiempo compré unos tenis chinos por menos de cien pesos, toda una ganga si no fuera que en un día la lluvia me pescó y mis tenis comenzaron a desintegrase. Acabe con los pies hechos una sopa y con probabilidad de pescar un tremendo resfriado.

Pero lo peor lo paso una amiga, que en su boda se le rompió el tacón de su zapatilla y mando a su padre a componerlo, quien para su mala suerte no encontró una de esas pocas reparadoras de calzado (que casi hacen milagros) pues era domingo. Pero eso pasa con los tacones, si no se rompen están chuecos. Como aquella señorita, maquillada y bien vestida cuyas zapatillas desgatadas no le favorecen, pues le hacen perder el equilibrio y de cierta forma corrompen su belleza.

Después esta el problema de los zapatos que nunca están hechos a la medida y siempre resultan un poco largos y anchos o cortos y apretujados. No sería un problema si después de un tiempo no causaran deformidades en los pies: callos, uñas enterradas. Recuerdo que una clase de teatro el profesor pidió que nos quitáramos los zapatos pero muchos se cohibieron con sólo pensar que tenían que enseñar los callos, los dedos torcidos o los calcetines rotos.

Esto no parece tener escapatoria, no, cuando el mínimo detalle también nos perturba. Como aquellas suelas que están más desgastadas de la parte de atrás que de enfrente o cuando se entiesa la suela delantera, esta se deforma haciendo que se levante y parezcan a los zapatos de Aladino, imagínense un hombre de traje con calzado de beduino.

Del otro lado del vagón un niño trata de atar sus agujetas. Otra odisea. Y es que de verdad siempre resulta complicado, pues si no se amarran bien a la menor provocación los cordones se zafan y pueden acabar enlodados o metidos en el mismo zapato, lo cual causa una molestia similar a la lengüeta que se dobla.

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